Aunque no hace falta ser un erudito para comprender la Biblia, la realidad es que si deseamos estudiarla y entenderla bien, nos hará falta mucho más que la capacidad de leer palabras en un texto. Hay varias razones para esto.
Primero, los cristianos creemos que la Biblia fue inspirada por Dios y que nos llegó a través de hombres que fueron sus instrumentos. Dios no les dictó las palabras, pero sí los inspiró. La Biblia es, como dijo el doctor G.E. Ladd, “la Palabra de Dios dada en las palabras de los hombres en la historia”.
La inspiración de las Escrituras conllevó un acto de Dios semejante al de la Encarnación. En la revelación bíblica Dios, que desea darse a conocer, utilizó el lenguaje y la cultura de los seres humanos para comunicarnos su verdad. Hay pues en la Biblia un componente divino y un factor humano.
Segundo, la Biblia, aunque escrita para nosotros, para nuestra instrucción y provecho, no se escribió dirigida a nosotros. Se escribió para nosotros, pero no a nosotros. Para entender lo que Dios quiso decir en esas palabras tenemos que ponernos en los zapatos de sus primeros oyentes.
Tercero, la revelación de Dios no se dio en un vacío. Que esa revelación se dio en circunstancias muy diferentes a las nuestras y que dichas circunstancias tienen que tomarse en cuenta al estudiar e interpretar las escrituras, son hechos irrefutables.
Un ejemplo sencillo quizás nos ayuda a entenderlo mejor.
Supongamos por un momento que a un hombre ya mayor, de 75 años, su nieta le pregunta si tiene una tableta. Esa pregunta tan sencilla va a tener un significado para él diferente al que le daría un hombre de 25 años. Para el hombre mayor la mención de una tableta le sugerirá algún remedio para el dolor, pero un joven de 25 años entenderá inmediatamente que se trata de un aparato electrónico. Si la frase “¿Tienes una tableta?” va a entenderse correctamente tendrá que considerarse en el contexto correcto.
Igual con las Sagradas Escrituras.
Jose R. Martinez MD., MDiv., DD. (hc)
21 de febrero de 2019. Granollers, Barcelona